Se puede creer o no en el misterio del nacimiento de Jesús. Hay razones para dudarlo: la discrepancia de las fechas históricas, la diversidad de las fuentes, la negación expresa del hecho por parte de distintas corrientes religiosas e, incluso, las complicaciones prácticas asociadas a la narración (un parto en pleno invierno en un establo sin paredes) y, por si fuera poco, las tesis de algunos teólogos e historiadores prestigiados --empezando por el Papa Benedicto-- que aportan elementos diferentes a los de la tradición: que el nacimiento pudo ocurrir en realidad en una aldea de Nazaret y no en Belén y que no hay evidencia de la presencia de animales --el burro, la vaca-- dándole calor al niño, entre otros matices.
Se puede ser agnóstico e incluso ateo y, por ende, rechazar cualquier indicio de divinidad en un ser terreno.
Se puede abjurar del mercantilismo y el uso de la festividad con fines muy distintos a los de la prédica.
Pero el valor de la parábola es indiscutible: Dios decide hacerse hombre y encarnarse en un hijo cuya misión es, sencillamente, contribuir a la salvación de la especie, recuperar los principios para vivir en paz y darle sentido a la existencia. La historia adquiere más significado cuando el hijo a quien se ha encomendado la misión es rechazado, desconocido, torturado y sometido a la pena capital, a pesar de que el suyo fue un mensaje de amor, fraternidad y salvación:
«Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado?» (San Gregorio de Nisa, Oratio catechetica, 15: PG 45, 48B).
Respecto del martirio de Jesús, consecuencia indubitable de su encarnación, así estaba escrito, dicen los duros jueces: tenía que sufrir para que su obra espiritual realmente impactara entre los hombres y, por cierto, se fundara una congregación de creyentes, la más grande y longeva del mundo contemporáneo, que tiene por encargo conducir a la grey (“...sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Mateo 16, 13-20).
La fiesta de la Navidad contiene un gran mensaje de amor, un compromiso que, bien mirado, garantiza el cielo en la Tierra: no puede negarse que vivir bajo principios es la llave de la armonía, la paz, la compartición, la solidaridad, el encuentro con los demás y, por ende, la satisfacción por lo vivido. De modo que, aún los que no creen, viviendo cristianamente, tienen acceso a la expresión terrena del cielo, que no es otra que vivir liberados del rencor, de la envidia, del ánimo destructivo, de la ambición y de todas las frustraciones imaginables. Dicen bien que el verdadero infierno está aquí, en vida, cuando uno es preso de sus propios naufragios, que se resumen en la insatisfacción: cuando se está descontento, cuando se está insatisfecho, cuando se quiere poseer lo de los demás o a los demás, cuando prima el ánimo de venganza o la pena de la incomprensión. Por ende, es ciertísimo que se puede vivir el cielo en la tierra, lo que los poetas llaman “felicidad”.
El mensaje es bueno para todos, sin exclusiones, pero si se cree, aún mejor. Los Evangelios contienen el mensaje de la mayor esperanza, más allá de quién los predique, independientemente de cómo los predique. Dichosos los hombres de fe: la vida les será más fácil, incluso para luchas en esta tierra, si es necesario, incluso para superar el dolor y la aflicción, tan propios de nuestras pequeñas existencias.
En la perspectiva ética, el mensaje navideño es irrefutable: maternidad/paternidad, renuncia, compromiso con los demás, en una palabra: afecto, es decir, capacidad de amar a los otros y pagar esto con el mayor bien: la propia vida. Como decía Teresa de Calcuta:“dar hasta que duela”. Así de simple. Y dar, asociado a la ternura de un bebé recién nacido, con todo lo que implica de pureza, de transparencia, de plenitud, pues aún más relevante:
«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 5-8; cf. Liturgia de las Horas, Cántico de las Primeras Vísperas de Domingos).
Por eso el espíritu de la Navidad es una fiesta de esperanza y debe celebrarse.
Un apunte final sobre el consumo navideño: comprar no es malo, a condición de que no comprometa los ingresos futuros y menos aún, que se base en deudas costosísimas o de plano impagables; consumir beneficia a todos si se hace racionalmente: bienes y servicios útiles, necesarios, durables y de calidad, a precios justos. Dar produce, sin duda, una gran satisfacción, sobre todo cuando lo que se regala producirá beneficio concreto a quien lo recibe. Consumir racionalmente mejora la economía y, se espera, la calidad de vida de quien consume.
Feliz Navidad a todos.
La Botica.- En razón de las vacaciones --y del cambio de domicilio-- esta columneja dejará de publicarse durante un ratito chiquito, en beneficio de sus escasos lectores. Pero como mi cuate, el general Mc Arthur: volverá. Muchas gracias a todos.
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